Nos situamos en el año 384 d.C.. El Imperio romano está marcado por la división entre Oriente y Occidente. En Oriente continúan las tensiones doctrinales tras Nicea, mientras en Occidente, Roma va asumiendo cada vez más un papel de referencia y autoridad. En este contexto surge la figura de San Siricio, sucesor inmediato de San Dámaso I. Con él comienza una nueva etapa en la historia del Papado: el Papa no solo guarda la fe, sino que también legisla para toda la Iglesia.
San Siricio recibe el ministerio petrino tras San Dámaso y lo ejerce con un acento particular: es el primer Papa del que se conserva una decretal, es decir, una carta doctrinal y disciplinaria con carácter normativo para toda la Iglesia. Su famosa Carta a Himerio, obispo de Tarragona (385) marca un antes y un después: desde entonces, los decretos papales serán instrumentos de gobierno universal.
San Siricio demuestra que la sucesión apostólica no es solo memoria de Pedro, sino ejercicio vivo de su misión: custodiar la fe y guiar a la Iglesia con autoridad. El hecho de que ya en el siglo IV existan decretales papales con carácter universal muestra que el primado de Roma no fue una invención medieval, sino una realidad desde los primeros siglos.
San Siricio inaugura el camino del Papa como legislador universal, estableciendo decretales que unifican la disciplina y custodian la tradición apostólica. Su figura recuerda que la Iglesia no es una federación de comunidades autónomas, sino una comunión universal guiada por el Sucesor de Pedro, garante de la unidad y de la fe.