Bienvenidos a este nuevo episodio de Camino en la Sucesión, un proyecto de CIVIC-ODM.
Hoy nos detenemos en el pontificado de San Alejandro I, el sexto Papa de la Iglesia, que gobernó entre los años 105 y 115 d.C., durante el reinado del emperador Trajano y parte del de Adriano.
El Imperio Romano vivía un momento de expansión y consolidación. Trajano, uno de los emperadores más admirados, llevó al Imperio a su máxima extensión territorial. Sin embargo, en este contexto, los cristianos continuaban siendo una minoría perseguida esporádicamente: no tanto por leyes directas, sino por denuncias locales y el rechazo social.
En este ambiente, San Alejandro I se dedicó a proteger la fe de la Iglesia y a fortalecer su dimensión litúrgica, consolidando la vida sacramental que mantenía viva la identidad cristiana frente al paganismo dominante.
San Alejandro I fue el sexto sucesor de Pedro, después de Evaristo.
Su nombre figura en las listas episcopales transmitidas por San Ireneo de Lyon y recogidas por Eusebio de Cesarea, confirmando la continuidad ininterrumpida de la sede de Roma.
Esto es clave desde el punto de vista apologético: la Iglesia ya mostraba la conciencia clara de que la autoridad en Roma provenía de la sucesión directa de los Apóstoles, garantizando la fidelidad doctrinal y la unidad.
Aunque las fuentes antiguas mezclan historia y tradición, la Iglesia recuerda varios aportes significativos de San Alejandro:
La figura de San Alejandro I muestra que la Iglesia no solo se preocupaba por mantener la doctrina, sino también por cuidar los signos sacramentales que daban forma concreta a la fe.
Frente a las críticas de que la liturgia es una invención posterior, el testimonio de Alejandro recuerda que la celebración de la fe, la Eucaristía y los signos sagrados ya eran parte constitutiva del cristianismo primitivo.
San Alejandro I fue un Papa que, en medio de un imperio hostil, supo custodiar y consolidar la vida litúrgica de la Iglesia, dejando un legado que la tradición ha conservado como parte esencial de la herencia apostólica.
Su memoria nos invita a comprender que el cristianismo no es solo una doctrina que se cree, sino una vida que se celebra en comunión con Cristo.