Introducción
Bienvenidos a este nuevo episodio de Camino en la Sucesión, un proyecto de CIVIC-ODM en el que recorremos juntos la historia de la sucesión apostólica desde San Pedro hasta los primeros Papas, mostrando cómo la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, ha mantenido fielmente el depósito de la fe.
Hoy, antes de entrar a analizar el Papa 40, vale la pena hacer un anexo histórico-apologético para comprender cómo, en tiempos de San Inocencio I (401–417 d.C.), el cristianismo ya se había expandido notablemente y cuál era la relación de estas Iglesias con Roma.
A comienzos del siglo V, la fe cristiana estaba presente en prácticamente todo el mundo mediterráneo y más allá:
Aunque cada región tenía sus tradiciones litúrgicas y estructuras locales, Roma era vista como:
Las cartas de Inocencio I a África y Oriente muestran que su palabra era reconocida como voz con autoridad universal, aunque no siempre sin tensiones.
Los cristianos de la época entendían que la autenticidad de la fe se garantizaba por:
San Ireneo de Lyon (siglo II) lo había expresado con claridad:
“Es necesario que toda Iglesia esté de acuerdo con esta Iglesia (Roma), en la cual siempre se ha conservado la tradición apostólica” (Adversus Haereses III,3,2).
En tiempos de Inocencio I, la universalidad del cristianismo ya era un hecho. Pero no era una pluralidad sin orden: la clave de la unidad estaba en la comunión con Roma, que custodiaba la doctrina apostólica frente a desviaciones.
Así, la expansión del cristianismo por todo el mundo conocido confirmaba que la Iglesia no era una secta local, sino una Iglesia católica, universal, enraizada en los Apóstoles y unificada por la voz del Sucesor de Pedro.